Los pies desnudos
y el alma a juego,
los cristales de la retina precipitándose,
cayendo.
¿Quién dijo que después de conocer el agua no volveríamos a tener sed?
Te siento,
como columpiándote en estos labios
que tiritan la palabra invierno.
Te siento,
entrelazándote con mi pelo
como buscando 5 minutos más antes de enfrentarte al miedo
de respirar sin el oxígeno de estos párpados.
Nadie vino a explicarnos que las ganas crecerían
como muchachos con prisa por huir de casa.
Nadie habló que esta pausa fuera sólo eso,
y ni siquiera calma
precediendo tempestad.
Yo tampoco sabía que podía salvarme en una pupila.
Quería quererte,
y ahora ya no necesito ni bombear
para verte recorriéndome las costillas
con la delicadeza de un suicida caprichoso
que nunca muere
porque siempre encuentra una piel
donde mudar las dudas.
Madrid ya no es el centro de nada.
Pronto nevará,
y está carta sin misiva nunca la mandaré.
Ya sabes lo que digo aquí,
te lo besé en la espalda cuando creímos
que creer pararía la helada.
Y no lo hizo,
pero el vaho que exhalas sabe más a leña que a frío.
Y sigo aquí.
Allí.
Donde estemos.
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