Encontrarte en las aristas. Enmarañada en pelo mientras te quejas. No volveremos a ser intento, pero ahora inhala humo negro que me recuerda el verde de este campo. He visto amapolas en labios desiertos que no sabían dejarse caer. He caído tantas veces que me sorprendo al no encontrarme moratones en las rodillas. El paladar de lija sigue tejiendo hilo para argumentar la duda. Tus pupilas me miran tranquila quitarme los reproches. "Te estaba esperando toda la noche desnuda en una sábana que nos quería ver desaparecer". Te he lamido el vientre y las constelaciones para poder volver a casa. Has sido camino, señal y destino; todo a la vez y muy seguido. Has sido sonrisa, mirada cómplice, abrigo y abrazó.
M.
miércoles, 16 de enero de 2019
Óleo azul cian
Acuarelamiento de revolverte despierta.
Verde oliva tus ojos, cuando el sol
Los olivos serán míos
Cuando caiga el sol Y no sean más que cuentas de luto Colgando de mi muñeca Colgando de mi cuello Truncado en humo. Los olivos serán míos Y a la plaza el rocío De los antiguos cantos de las viejas alcahuetas De las nuevas madres viejas Que siguen avivando la lumbre del hogar Que siguen conservando el secreto del pueblo yermo. Los olivos serán míos Y besaran las plantas de mis pies Las grietas de estos labios, Truncándose estas piernas Como estómagos con hambre Sin temor. Los olivos verdes Con sus olivas esmeraldas Esperanza nueva cosecha Serán míos mañana. Los olivos serán míos Cuando el tiempo haga de sus llagas Lo que el pasto a mi hastío Un poema cantao´ Heredado en palabras. Los olivos serán míos Cuando el negro los torne mañana La vergüenza de sus ancestros, La promesa de la descendencia de la tierra sin cultivo.
domingo, 8 de abril de 2018
Macarena.
Unto los dedos en mermelada de frambuesa,
esparzo mi lengua contra las migajas del suelo,
y voy notando las huellas que dejó
sobre este tablao´
el zapateo del flamenco
de la chica de piernas largas,
de la mujer de mirada serena.
Macarena.
Y su pulso al mundo,
y su inmensidad al baile,
y su cansancio frente a las oportunidades
que te ofrecen escondiendo la licencia de aprovecharte,
de rebañarte y lamerte como si fueras un pedazo de carne.
Macarena,
y sus piernas gigantes
con la entereza del taconeo doble
sobre las lamas de madera,
y su tristeza asumida
al tener que cargar con las miradas
para poder alimentar a su hija,
para poder perdonar a su madre,
para poder evitar dar a su descendencia
la herencia de hambre.
jueves, 15 de marzo de 2018
Una fotografía donde sale el mar.
Ahí. Tú.
Hay una niña, de unos 6 años
Y un vaso, lleno de agua.
Parece feliz, como si fuera a regar mis plantas
A plantar un jardín
A darle el vaso a mamá
A jugar con él a las peceras.
Pero, por curioso que fuera,
Ese vaso, ese agua, esos 250ml,
Tienen que aguantar toda una semana
Para dar de beber a toda una familia.
Sinceramente, de forma obvia,
No es tu problema,
Y por eso no te ves reflejada en esa foto,
Y confundes felicidad con esperanza
Y olvidas del rugido sordo en la panza.
Tú ya no pasas hambre,
Ni contienes en un vaso una larga semana.
miércoles, 21 de febrero de 2018
Fratricida.
No.
No sabes quién soy.
No has sentido mi miedo,
ni has caminado descalzo
entre las zarzas
hasta sentir que las llagas
te supuraban auténtico terror.
No te has mirado en el espejo
hasta dejar de reconocer tus clavículas
y pensar que la que temblaba, en verdad,
era el rastro de tu niña interior
y no tu futuro tambaleándose.
No has andado entre las tumbas
de las puertas de los recuerdos
a los que no llamo
por miedo a que me abran.
No has sangrado por otros
coágulos de oscuridad
que hablaban de ti
en las grietas de luz que emanabas.
No tienes ni idea,
ni puta idea,
de lo que ha sido llegar hasta aquí.
Ni si quiera me has mirado las manos.
Ni si quiera te has asomado a mis lagrimas.
¿Cómo pretendes justificar tu distancia?
Seguro que sueltas algo así
como "aunque no intercepte el golpe
no soy yo el que lo da".
Y lo siento, pero no.
Si no ayudas al débil
te pones de parte del matón.
Así que toda esta sangre,
todos estos llantos,
estos gritos ahogados
que miran al suelo
sin saber porqué
han de arrastrarse para poder,
a duras penas,
respirar entre el fango:
también son culpa tuya.
Mírate las manos.
Mírate y dime
si cuando tú te miras en los charcos
ves al monstruo que se aparece en nuestras pesadillas,
que duerme bajo nuestras camas,
que acaricia nuestras heridas
volviendo a infectarlas.
Eres tú
y respiras con la tranquilidad
del que se sabe fuerte
y apenas se siente culpable
de todas las muertes que acarrea a la espalda.
No digas que me conoces,
que comprendes mi dolor,
y hasta lo sientes.
No me mientas.
Eres tú el que clava la daga,
no lo olvides
cuando los parpados empiecen a caerte
y alguien te susurre al oído
"descansa".
martes, 13 de febrero de 2018
Bozales y reglas.
<< No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frio, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. >>
LA CHIVATA, Luisa Carnés (1955)
Las 2 y y- del metro. Me siento, escudada en mi carpeta llena de "sabiduría" universitaria, y abro a Luisa con su "La chivata", mientras el vagón hace de mi un cuerpo a bambolear. Una estación más, quizá dos, sube como un sprint final una chica que se lanza contra el asiento de plástico azul celeste y océano. No se deja caer, se arroja con furia al descanso. La de al lado, la mira desde detrás de sus gafas, desconcertada y aturdida cuando repara en que ésta primera carga un perro en brazos. No sabría decir su edad, tiene cara de niña y mirada de haberse hecho mayor. Viste una cazadora de cuero marrón, que se confunde con la piel moteada de su compañero, que escarba y zarpea contra el bozal que abarca su pequeño hocico. Será un chucho, no una raza a desear, con el mismo cansancio que su humana; pero él, al contrario que ella, parece tener ganas de luchar. La segunda chica, de unos 15, con las raíces dejás, intenta consolar pronto al perro con la confianza que nos dan a los humanos las tan mal llamadas bestias. Parece al revés por un instante. La mirada cansada, se aparta el pelo caoba de la cara, y le explica a la segunda que son normas del metro. -"¿Tú eres de aquí?" -"No"- y mientras retrae la piel y el pelo del pequeño, muerto de miedo, que mira de nuevo a uno y otro lado del vagón, y luego a su dueña, y luego a la extraña a la que parece haberle caído en simpatía. -"Entonces no podrás vernos pasear, y eso que sé que te gustaría". Es solo un instante, pero por un momento, dudo que no se conozcan, que no sean dos desconocidas. Ves la complicidad en sus miradas, y ese sutil gesto de amistad a una extraña; y hasta te parece raro que a día de hoy haya gente que confía así sin previo aviso. Pero es sólo un momento. Lo que tarda en volver a perder su mirada en el horizonte como si de verdad hubiera perdido algo. Como si hubiera dejado en el andén al pasado como tantas veces he visto que pasa en las películas. La extraña sigue haciendo caso al perro que la busca ante la indiferencia de su humana. Refriega su cabeza como pidiendo caricias, y amor.. y que le quiten el bozal porque por dios él no aguanta eso de tener cadenas. Su humana tampoco lo desearía, y se lamenta y se justifica de nuevo frente a la extraña. El metro abre sus puertas, y entra el frío de diciembre de afuera, y el perro se acurruca más, como puede, entre las piernas de la dueña de la mirada cansada; y en tanto, la extraña se despide y escapa por entre las gomas de la máquina metálica. Se han quedado solas la niña y el perro, y la conversación da un giro de realidad. -"¡Cómo te quiero! Eres más fuerte que los chicos. Capullos"- masculla mientras le abraza. De repente, su cansancio me cobra sentido, ella también ha tenido que hacerse mujer ante la mirada de los hombres que se cruzan de brazos. A fin de cuentas, siempre es lo mismo, no maduramos antes, nos obligan a crecer a palos. Se levanta, y aprovechando la oportunidad, el niño que bailaba alrededor de la tercera barra del vagón en círculos se acerca al perro. Y el perro a él. Moviendo la cola con ansia, pero con la cabeza agachada. Se produce el momento, el niño acaricia al perro mientras su madre insiste "despacio, despacio, suavecito". La chica apunta "no tengas miedo, no te puede morder, está atado. Y tampoco lo haría". Me da pena, quitarnos esa posibilidad de ladrar o morder, aunque no fuéramos a hacerlo. De repente, medio vagón está acariciando al chucho, como si todos se hubieran olvidado del dolor de ella, o como si todos quisieran taparlo. Y de repente no está. Se han cerrado las puertas del metro, otra estación más; y sólo queda el eco del niño preguntando "y tú ¿has acariciado el gua-gua?".
martes, 30 de enero de 2018
En casa de herrero,
Dos veces
tuve que decirle que parara
de
cortar mi árbol favorito.
Estaba ahí,
hincando unos dientes
metálicos
en una corteza curtida,
como si hacer leña del verde
fuera a darle calor
en lugar de sombra,
y el amparo del mundo
debajo
de sus hojas caducas.
Dos veces grité,
desde la lejanía
que me
proferían mis pasos
aproximándose a su risa mordaz.
Dos veces.
No
se giró.
Limitó su respuesta a la carcajada del hacha en la mano,
y
siguió creando astillas de mi cobijo olor otoño.
Grité otra vez,
con la rabia de saber,
que aunque mi árbol favorito
hubiera sido
sólo un árbol vulgar,
merecía el oxígeno
que brindaba a unos
bronquios verdes,
el azul
que proyectaba en Madrid
ante la falta de
mar.
Nada.
Ni si quiera una carcajada
que camuflara el estruendo del
hacha
azotando mi cuerpo,
como si se pudiera traficar con el mundo,
con los respirantes y los respirados,
como si no sólo a algún loco
se le ocurriera venderlo,
sino que encima hubiera un lacayo
dispuesto a comprar la esencia de la libertad,
sin atisbar el rayo de
incoherencia.
Grité,
pues, tan pronto como mi iris vio
la
mutilación de mi sauce llorón,
mi columna vertebral sintió el
latigazo.
Sólo aquí.
Sólo tú.
Sólo ahora.
No voy a contar el
final
de mi árbol favorito,
ni el del leñador,
ni el de mi hastío.
Sólo mira mis cicatrices,
busca en ti la metáfora que te responda:
¿quién soy yo sin mis circunstancias,
sin mi agua de río,
sin la
mano de mamá,
la palabra certera de la abuela,
sin el arrullador
sonido de tierra
en mis suelas tras mis pasos,
sin el árbol en el
que primero grité “casa”?
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