No.
No sabes quién soy.
No has sentido mi miedo,
ni has caminado descalzo
entre las zarzas
hasta sentir que las llagas
te supuraban auténtico terror.
No te has mirado en el espejo
hasta dejar de reconocer tus clavículas
y pensar que la que temblaba, en verdad,
era el rastro de tu niña interior
y no tu futuro tambaleándose.
No has andado entre las tumbas
de las puertas de los recuerdos
a los que no llamo
por miedo a que me abran.
No has sangrado por otros
coágulos de oscuridad
que hablaban de ti
en las grietas de luz que emanabas.
No tienes ni idea,
ni puta idea,
de lo que ha sido llegar hasta aquí.
Ni si quiera me has mirado las manos.
Ni si quiera te has asomado a mis lagrimas.
¿Cómo pretendes justificar tu distancia?
Seguro que sueltas algo así
como "aunque no intercepte el golpe
no soy yo el que lo da".
Y lo siento, pero no.
Si no ayudas al débil
te pones de parte del matón.
Así que toda esta sangre,
todos estos llantos,
estos gritos ahogados
que miran al suelo
sin saber porqué
han de arrastrarse para poder,
a duras penas,
respirar entre el fango:
también son culpa tuya.
Mírate las manos.
Mírate y dime
si cuando tú te miras en los charcos
ves al monstruo que se aparece en nuestras pesadillas,
que duerme bajo nuestras camas,
que acaricia nuestras heridas
volviendo a infectarlas.
Eres tú
y respiras con la tranquilidad
del que se sabe fuerte
y apenas se siente culpable
de todas las muertes que acarrea a la espalda.
No digas que me conoces,
que comprendes mi dolor,
y hasta lo sientes.
No me mientas.
Eres tú el que clava la daga,
no lo olvides
cuando los parpados empiecen a caerte
y alguien te susurre al oído
"descansa".
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