martes, 30 de enero de 2018

En casa de herrero,

Dos veces 
tuve que decirle que parara 
de cortar mi árbol favorito. 

Estaba ahí, 
hincando unos dientes metálicos 
en una corteza curtida, 
como si hacer leña del verde 
fuera a darle calor 
en lugar de sombra, 
y el amparo del mundo 
debajo de sus hojas caducas. 

Dos veces grité, 
desde la lejanía 
que me proferían mis pasos 
aproximándose a su risa mordaz. 

Dos veces. 
No se giró. 

Limitó su respuesta a la carcajada del hacha en la mano, 
y siguió creando astillas de mi cobijo olor otoño.

Grité otra vez, 
con la rabia de saber, 
que aunque mi árbol favorito 
hubiera sido sólo un árbol vulgar, 
merecía el oxígeno 
que brindaba a unos bronquios verdes, 
el azul 
que proyectaba en Madrid 
ante la falta de mar. 

Nada. 

Ni si quiera una carcajada 
que camuflara el estruendo del hacha 
azotando mi cuerpo, 
como si se pudiera traficar con el mundo, 
con los respirantes y los respirados, 
como si no sólo a algún loco se le ocurriera venderlo, 
sino que encima hubiera un lacayo 
dispuesto a comprar la esencia de la libertad, 
sin atisbar el rayo de incoherencia. 

Grité, 
pues, tan pronto como mi iris vio
la mutilación de mi sauce llorón, 
mi columna vertebral sintió el latigazo. 

Sólo aquí. 
Sólo tú. 
Sólo ahora. 

No voy a contar el final 
de mi árbol favorito, 
ni el del leñador, 
ni el de mi hastío. 
Sólo mira mis cicatrices, 
busca en ti la metáfora que te responda: 
¿quién soy yo sin mis circunstancias, 
sin mi agua de río, 
sin la mano de mamá, 
la palabra certera de la abuela, 
sin el arrullador sonido de tierra 
en mis suelas tras mis pasos, 
sin el árbol en el que primero grité “casa”?

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