Dos veces
tuve que decirle que parara
de
cortar mi árbol favorito.
Estaba ahí,
hincando unos dientes
metálicos
en una corteza curtida,
como si hacer leña del verde
fuera a darle calor
en lugar de sombra,
y el amparo del mundo
debajo
de sus hojas caducas.
Dos veces grité,
desde la lejanía
que me
proferían mis pasos
aproximándose a su risa mordaz.
Dos veces.
No
se giró.
Limitó su respuesta a la carcajada del hacha en la mano,
y
siguió creando astillas de mi cobijo olor otoño.
Grité otra vez,
con la rabia de saber,
que aunque mi árbol favorito
hubiera sido
sólo un árbol vulgar,
merecía el oxígeno
que brindaba a unos
bronquios verdes,
el azul
que proyectaba en Madrid
ante la falta de
mar.
Nada.
Ni si quiera una carcajada
que camuflara el estruendo del
hacha
azotando mi cuerpo,
como si se pudiera traficar con el mundo,
con los respirantes y los respirados,
como si no sólo a algún loco
se le ocurriera venderlo,
sino que encima hubiera un lacayo
dispuesto a comprar la esencia de la libertad,
sin atisbar el rayo de
incoherencia.
Grité,
pues, tan pronto como mi iris vio
la
mutilación de mi sauce llorón,
mi columna vertebral sintió el
latigazo.
Sólo aquí.
Sólo tú.
Sólo ahora.
No voy a contar el
final
de mi árbol favorito,
ni el del leñador,
ni el de mi hastío.
Sólo mira mis cicatrices,
busca en ti la metáfora que te responda:
¿quién soy yo sin mis circunstancias,
sin mi agua de río,
sin la
mano de mamá,
la palabra certera de la abuela,
sin el arrullador
sonido de tierra
en mis suelas tras mis pasos,
sin el árbol en el
que primero grité “casa”?
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