domingo, 22 de octubre de 2017

Áloe disecado en charco de agua.


















He vuelto a contemplar 
a mis muertos hablando chascarrillos
en círculos. 

Los muy descarados hablaban de mi 
y de todo lo que me sangro 
cuando decido dolerme. 

Es difícil contenerme 
a la vez 
que soy contenido 
y alcántara. 
La luz del faro que alumbra la llama 
es la misma que ilumina como el viento la apaga. 


Las moras negras me recuerdan a mi infancia. 


Iba yo con un bastón de mi abuelo 
y un par de perros 
dando golpes a las zarzas. 
En parte buscaba moras, 
en parte quería castigarlas 
por arañarme las piernas. 

Unas piernas de moratones, 
barro y arañazos,
pero que no sabían de censurarse 
y removerse las costras. 
Unas piernas de niña funcionales,
no unas piernas de mujer hermosas 
como las que contemplo ahora. 

Yo tenía seis años 
y la única preocupación diaria 
de si en el abrevadero 
podría coger renacuajos. 

No idealizo mi infancia,
pues fue cruda y extraña 
de múltiples formas; 
pero ser mujer en el mundo ahora 
me duele más de lo que palpas. 

Sangro por mi y por mis compañeras, 
más de la mitad del mundo 
y con la historia a cuestas. 

Y sólo estas heridas 
y estos callos en las manos
para evitar que el futuro 
se nos parezca al pasado. 

De eso hablaban mis muertos, 
de cómo he cambiado: 
mi niña ha pasado a ser todas las guerreras 
que habitan la tierra; 
y eso trae dolor,
y por encima de lo amargo, 
también ganas de seguir luchando.








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