martes, 13 de febrero de 2018

Bozales y reglas.

<< No se sabía quién era, pero se la sentía en todas partes. Se la sentía como algo impalpable, pegajoso y frio, algo que enmudecía el labio y hacía cerrar las manos debajo de los delantales y en los bolsillos de las batas. >>
LA CHIVATA, Luisa Carnés (1955)


Las 2 y y- del metro. Me siento, escudada en mi carpeta llena de "sabiduría" universitaria, y abro a Luisa con su "La chivata", mientras el vagón hace de mi un cuerpo a bambolear. Una estación más, quizá dos, sube como un sprint final una chica que se lanza contra el asiento de plástico azul celeste y océano. No se deja caer, se arroja con furia al descanso. La de al lado, la mira desde detrás de sus gafas, desconcertada y aturdida cuando repara en que ésta primera carga un perro en brazos. No sabría decir su edad, tiene cara de niña y mirada de haberse hecho mayor. Viste una cazadora de cuero marrón, que se confunde con la piel moteada de su compañero, que escarba y zarpea contra el bozal que abarca su pequeño hocico. Será un chucho, no una raza a desear, con el mismo cansancio que su humana; pero él, al contrario que ella, parece tener ganas de luchar. La segunda chica, de unos 15, con las raíces dejás, intenta consolar pronto al perro con la confianza que nos dan a los humanos las tan mal llamadas bestias. Parece al revés por un instante. La mirada cansada, se aparta el pelo caoba de la cara, y le explica a la segunda que son normas del metro. -"¿Tú eres de aquí?" -"No"- y mientras retrae la piel y el pelo del pequeño, muerto de miedo, que mira de nuevo a uno y otro lado del vagón, y luego a su dueña, y luego a la extraña a la que parece haberle caído en simpatía. -"Entonces no podrás vernos pasear, y eso que sé que te gustaría". Es solo un instante, pero por un momento, dudo que no se conozcan, que no sean dos desconocidas. Ves la complicidad en sus miradas, y ese sutil gesto de amistad a una extraña; y hasta te parece raro que a día de hoy haya gente que confía así sin previo aviso. Pero es sólo un momento. Lo que tarda en volver a perder su mirada en el horizonte como si de verdad hubiera perdido algo. Como si hubiera dejado en el andén al pasado como tantas veces he visto que pasa en las películas. La extraña sigue haciendo caso al perro que la busca ante la indiferencia de su humana. Refriega su cabeza como pidiendo caricias, y amor.. y que le quiten el bozal porque por dios él no aguanta eso de tener cadenas. Su humana tampoco lo desearía, y se lamenta y se justifica de nuevo frente a la extraña. El metro abre sus puertas, y entra el frío de diciembre de afuera, y el perro se acurruca más, como puede, entre las piernas de la dueña de la mirada cansada; y en tanto, la extraña se despide y escapa por entre las gomas de la máquina metálica. Se han quedado solas la niña y el perro, y la conversación da un giro de realidad. -"¡Cómo te quiero! Eres más fuerte que los chicos. Capullos"- masculla mientras le abraza. De repente, su cansancio me cobra sentido, ella también ha tenido que hacerse mujer ante la mirada de los hombres que se cruzan de brazos. A fin de cuentas, siempre es lo mismo, no maduramos antes, nos obligan a crecer a palos.  Se levanta, y aprovechando la oportunidad, el niño que bailaba alrededor de la tercera barra del vagón en círculos se acerca al perro. Y el perro a él. Moviendo la cola con ansia, pero con la cabeza agachada. Se produce el momento, el niño acaricia al perro mientras su madre insiste "despacio, despacio, suavecito". La chica apunta "no tengas miedo, no te puede morder, está atado. Y tampoco lo haría". Me da pena, quitarnos esa posibilidad de ladrar o morder, aunque no fuéramos a hacerlo. De repente, medio vagón está acariciando al chucho, como si todos se hubieran olvidado del dolor de ella, o como si todos quisieran taparlo. Y de repente no está. Se han cerrado las puertas del metro, otra estación más; y sólo queda el eco del niño preguntando "y tú ¿has acariciado el gua-gua?".

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